lunes, 19 de diciembre de 2011

SALON DE MASAJES: "Entra y ve sin compromiso"

El sistema de funcionamiento de esta modalidad consiste en un grupo de entre 8 a 20 prostitutas que trabajan, mayoritariamente, en locales de tiendas comerciales, oficinas de edificios o casonas antiguas. Dichos salones de masajes son administrados por una persona que se encarga de cobrar a los clientes y entregar a cambio un ticket.  El ingreso no es gratuito, salvo en algunos locales. Se les puede reconocer fácilmente porque están protegidos por resistentes puertas metálicas y en la puerta un sujeto que se encarga de marquetear a las chicas que trabajan con originales frases: “chicas de estreno”, “entra y ve sin compromiso”, “jovencitas como se quiere”.

Otra característica de esta modalidad es la alternativa de utilizar a individuos para que vigilen el ingreso de las personas o alerten la llegada de la policía. A estos individuos se les llama "campanas".  Normalmente funcionan 12 horas al día, de 9 ó 10 de la mañana hasta las 9 ó 10 de la noche, de lunes a domingo. Es común apreciar a los “campanas” trabajar en un local por unos meses y al poco tiempo en otro de propiedad del mismo dueño.  Esto tiene como objetivo evitar que este individuo, especie de matón y boletero de cine, se involucre afectivamente con alguna de las trabajadoras del local.  Definitivamente, todo acto que pueda interferir con el fin lucrativo es desarticulado por el dueño.
    
La tarifa por los servicios sexuales en esta modalidad varía según la ubicación del local. En los salones de masajes más exclusivos y discretos puede costar entre 35 y 45 nuevos soles como es el caso de los salones ubicados en San Isidro. En la calle Martín Murúa de San Miguel el costo puede oscilar entre los 25 y 35 nuevos soles. El precio del servicio tiene relación con la juventud y apariencia física de la parte ofertante. 

Muchos individuos se aprecian de conocerlas por el sólo hecho de verlas en calles y parques. Quienes se acercan más a ellas tienen la posibilidad de verlas en un ambiente más íntimo en la búsqueda de la realización de una fantasía sexual o acaso una aventura de amor.  Es curioso pero muchos de los clientes imaginan con su mente y con su sexo a los salones de masajes como si fueran paraísos del erotismo. Esto constituye la única forma de soportar los tétricos salones para negarle a sus ojos una realidad dura y miserable como la que ofrece, por ejemplo, La Bella Durmiente, una especie de cloaca con olor a semen, ubicado en la concurrida avenida Bolívar, en el distrito de La Victoria, muy cerca de La Parada. La Bella Durmiente es una especie de casa “Matusita”, pero sin fantasmas imaginarios, es la antítesis del cautiverio sexual con sus veredas invadidas por ambulantes, cerros de basura a su alrededor, una fachada muy llamativa y sugerente de color fucsia que contrasta con el tono plomizo de su entorno, una puerta negra de metal como los sentires de los parroquianos: fríos y oscuros. 

Su pasadizo es oscuro por el azul marino de sus paredes. Hay un trajinar continuo de hombres cuyas edades no existen en sus rostros y sólo existe la necesidad dibujada o la satisfacción conseguida. Se escucha el famoso “al fondo a la derecha”, donde parroquianos apresurados caminan en busca de su presa.  A unos pocos pasos golpea a nuestros ojos el brillo del color rojo de las paredes que enmarcan a un grupo de mujeres insinuantes y provocadoras – algunas vulgares y descaradas, otras tímidas y temerosas -, pero todas compitiendo por la preferencia de su devoto cliente; todas de pie y dispersas en el cuadrado salón adornado burdamente por espejos, que al final no reflejan nada real.

“Dime qué quieres papito…yo te lo hago”, “ven conmigo, no te vas arrepentir”, se escucha como tonaditas melodiosas, mientras los hombres con indiscretas miradas las observan de cerca una y otra vez, esbozando una sonrisa perturbada. Cuando una le interesa la pregunta típica es “¿cuánto cobras?”, “¿cómo es?”, “¿qué haces?”. Una vez realizado el trato, ella por delante y él detrás, pagan el ticket respectivo al administrador para ingresar a uno de los cuartos o rincones – difícil dar un nombre a tan repugnante lugar – del local.  Si el cliente tiene suerte le tocará con puerta y si no, sólo una cortina de plástico estampada con flores o con colores chillones, que impidan la visibilidad, será su única barrera de intimidad.

El lugar está sazonado con olor a semen y perfume barato. Las paredes marcadas con nombres, fechas, corazones. Una cama dura, cubierta con plástico y algunas veces con sábanas que la mujer lleva y las tiende cada vez que atiende a su cliente de turno. La luz varía de acuerdo a la hora, puede ser la luz del día o la luz que proviene de los focos oscuros o recubiertos de papel celofán. Después llega el tiempo, el tiempo de la fantasía apurada, 9 minutos para poder vaciar sus sueños. Al minuto 10 el cliente ya fue, es despedido con un sonoro “chau papito, vuelve”. Con la satisfacción en la cara se aleja camino a la calle, muy despierto y tal vez pensando en su próxima fantasía. Estos clientes nos recuerdan la crisis social del país, son clientes de figura provinciana empobrecida, con ropas sudorosas, ambulantes, cargadores, carretilleros.         

ALVARO GARCIA CORDOVA

miércoles, 30 de noviembre de 2011

SALÓN DE MASAJES: DE LOS MASAJES AL INTERCAMBIO SEXUAL

Los salones de masajes se remontan a los finales de los años setenta e inicios de los ochenta. Durante este tiempo estos locales se dedicaban literalmente a lo que su nombre indica: dar masajes exclusivamente a caballeros.  Esta modalidad empezó con muchos bríos y tuvo un creciente auge en distritos como Miraflores y el centro de Lima en donde se convirtió en una moda creciente, y donde banqueros, hombres de negocios y caballeros estresados iban para buscar momentos de relax.

Años más tarde estos salones fueron girando su rumbo. Los dueños de los mismos le fueron dando otro matiz que involucraba destrezas referidas a brindar placeres más carnales; que si bien relajaban ya no eran tan asexuados.  Se da origen, entonces, al famoso “manual vital” donde el cliente no sólo recibía complacientes masajes con talco o crema, sino que de “yapa” recibía de la anfitriona de turno una relajante masturbación. 

Esta modalidad empezó a tener indudablemente más apogeo que su original antecesor porque constituía una forma solapada y de aceptabilidad social de poder tener encuentros sexuales con una prostituta o “anfitriona”, y no la penosa imagen de acudir a un prostíbulo. En estos salones de masajes la anfitriona recibía el 20% de la ganancia por el masaje, mientras que por el servicio sexual recibía la totalidad del dinero. Las habitaciones donde se daba este servicio eran grandes, íntimas y, según algunas referencias de mujeres que trabajaron en esa época, eran como habitaciones de hostales, con baño incluido.  A los finales de los ochenta e inicios de los noventa se dio inicio a lo que hoy caracteriza un salón o centro de masajes: dejar de brindar masajes y ofertar un explícito intercambio sexual. 

Por ello existe una gran diferencia entre aquellas mujeres de los ochenta con las actuales. Mientras las mujeres de ayer se relacionaban con otro tipo de gente, la totalidad del costo del servicio era para ellas y laboraban en lugares limpios; las mujeres de los salones de masajes de hoy en día pasan noches solitarias en casas vacías, invadidas de penas, fragmentadas de dolor. Tienen la certidumbre de que un golpe de suerte cambiará su vida: que un príncipe azul que las saque milagrosamente de allí, como una especie de lotería donde ese día ganó el premio mayor.

Al repasar las historias de vida de estas mujeres encontramos al cinismo disfrazado de humanidad: un padre alcohólico y/o abusador, una madre impávida y cómplice, hermanos anodinos, un truhán por enamorado rodeando sus vidas. En esta gran cofradía del fracaso han tenido que sobrevivir de cualquier manera, pero la disposición de brindar afecto nunca se ha extraviado. Sin duda, es necesario equilibrar la tristeza con la esperanza, el dolor con la suavidad de una sábana límpida y la pesadilla transformada en sueño de paz.

ALVARO GARCIA CORDOVA

lunes, 7 de noviembre de 2011

VEREDAS DE TRISTEZA

El abordaje educativo en esta población consistía en buscar a la “contacto”, para que esta, a su vez, convocara a la prostituta líder de la zona y esta al resto de sus compañeras. Una vez reunidas procedíamos a presentarnos y plantearles los objetivos de nuestra visita, garantizándoles siempre una total confidencialidad.  El segundo paso consistía en evaluar las condiciones de seguridad de la calle y el factor de distractibilidad de la misma.  Si la zona elegida no reunía los requisitos de seguridad y permitía la fácil distracción, las invitábamos a la móvil educativa para que dentro de la misma se les brindara la información correspondiente con la ayuda del rotafolio, folletos, condones y el trato cálido que ellas merecían. Esta actividad duraba de 30 a 45 minutos dependiendo de la disponibilidad de las trabajadoras que eran las que al final marcaban la pauta de tiempo a emplear.

En los niveles socioeconómicos más bajos se pudo comprobar una mayor aceptación y expresión de afectividad a nuestra intervención, se expresaban con frases como: "Gracias doctorcito" y "No nos olvidaremos de ustedes", lo que evidenciaba la necesidad que tienen ellas de ser aceptadas, reconocidas y estimadas. Además, este grupo manifestaba mayor confianza en realizar preguntas, consultas y solicitar condones que en los niveles más altos.

Por el contrario, en los niveles socioeconómicos más altos había mayor frialdad afectiva, sentimientos de vergüenza al aceptar los condones y resistencia a hablar sobre prácticas sexuales y prevención de las ITS. Había una evasión inicial al personal de salud y una relación más cortante, no invirtiendo mucho tiempo en informarse o preguntar por temas que le preocupan o desconocen. 

Uno de los grandes obstáculos del trabajo preventivo que realizamos con esta población fue sin duda la propia policía nacional. Recuerdo que una noche, alrededor de la 1 de la madrugada pudimos reunir a más o menos 20 prostitutas en la Plaza Manco Cápac y con rotafolio en mano, el frío en los huesos y la calidez de nuestras especiales oyentes iniciamos nuestro ritual educativo. A los 20 minutos de iniciado nuestra actividad se nos acercó un miembro de nuestra gloriosa policía para preguntarme qué hacíamos. Le contesté que pertenecíamos al Ministerio de Salud y que estábamos realizando un trabajo de prevención del Sida. Me dijo que no había ningún problema y que podíamos continuar. Todo cambió cuando 15 minutos después, ante el estupor de todos nosotros, ingresaron a la Plaza 4 patrulleros cerrándonos el paso por todos los lados disponibles para una posible y supuesta huída.  Me acerqué al mismo oficial para preguntarle qué significaba todo ese despliegue impresionante de autos en movimiento y circulinas frenéticas.  Me indicó que no me preocupara, que conmigo no era, que podíamos terminar nuestro trabajo, y que luego ellos se llevarían a todas nuestras “protegidas”.  Le señalé que él mismo me había dicho que no había ningún problema, que podíamos realizar nuestro trabajo y, por lo tanto, no entendía lo que estaba pasando.  La necedad por conveniencia de estos tipejos disfrazados (me refiero a estos solamente y no a toda la policía) fue suma. 

Así es que no me quedó otra alternativa que tragarme el orgullo y la sensatez y empezar a tejer toda una historia de drama y súplica, diciéndole que nosotros las habíamos recogido de diversos sitios y las habíamos reunido en la Plaza por la comodidad de ella – luz y bancas disponibles – y que, por lo tanto, nosotros éramos los únicos responsables del supuesto desorden y quiebre de las normas.  Insistí tanto como nunca lo había hecho en mi vida. Fallarle a estas mujeres que habían depositado toda su confianza en nosotros era algo que no lo podíamos permitir.  Insistí y volví a insistir. Finalmente, los ruegos tuvieron éxito. Nos permitieron llevarlas fuera de la Plaza y nos prometieron no detener a ninguna. Me imagino que más de una mueca de rabia, más de un bolsillo triste y un orgasmo perdido habría pasado por la cabeza de más de uno de ellos: los oficiales del orden… y por qué no, del desorden también.      

Estos sucesos los tratábamos de controlar tomándolos de buena manera, como una realidad que nosotros no íbamos a cambiar jamás.  Lo bueno que pese a todo ello nunca nos hicieron dudar de lo que hacíamos, y menos abdicar a la realización de este trabajo en el habíamos cifrado muchas esperanzas. Al final, lo único que sí nos importaba era la aceptación de ellas a nosotros y el trabajo que hacíamos en conjunto.  

En la Plaza Manco Cápac la realidad no es tan distinta como en el Callao.  Es algo más digna, eso sí, pero siempre vulnerables al reproche y miradas furtivas de pies a cabeza. Aquí, las mujeres prostitutas se encuentran paradas en la Plaza como si esperaran algún amigo, viendo las noticias de los periódicos en los kioscos para estar actualizadas, o viendo las horas alejarse de un futuro distinto. Podemos encontrar a una mujer esperando la llegada de un fugaz cliente, conversando con un emolientero o con otra compañera de largas jornadas. Podemos encontrar mujeres con sus hijos para hacer menos solitaria su labor, y más solapada se presencia allí.  Son mujeres que podrían claudicar fácilmente, por ello necesitan variados consortes para darse valor y afrontar la realidad que día a día con mucha pujanza enfrentan. Desde la mañana se encuentran ahí y se quedan hasta la media noche. Al medio día un menú de tres soles aplaca el hambre, un emoliente a golpe de las 6 de la tarde humedece sus gargantas.

La soledad de la calle les permite a las mujeres de la plaza reflexionar y darse cuenta que una no es bastante, que se les escapa el alma por las ventanas de los hoteles, que su corazón se llena de escarchas y que los únicos besos que dan son para el viento. Definitivamente la soledad de ellas es una estación de madrugada, la maldita desesperanza de los sueños que no son para dos, sino para una multitud. Ella no tiene sus propios sueños ella es parte de los sueños y fantasías del resto. Su presencia atiza las hormonas masculinas, pero nadie cumple sus ilusiones.

La vida de ellas es como un juego de niños de buscarse y encontrarse; el problema es que nunca, o casi nunca, terminan encontrándose. Los únicos arpegios que escuchan son las bocinas de los carros, los gritos de los heladeros, la voz ronca de los niños lustrabotas y los pregones de los vendedores de la tradicional “revolución caliente”. Las únicas visiones que tienen son los ceros de los billetes, los nombres de los hoteles, la sonrisa necesaria de sus compañeras. Y aunque parezca extraño los afectos que más reciben y sienten provienen de sus inseparables clientes.

Encontrar prostitución en la calle es fácil para quien ha aprendido a distinguir sus peculiares códigos. Podemos encontrarla en calles, parques o zonas comerciales. Pero encontrarla en la esquina de alguna entidad pública que la reprime es un contrasentido. Pero en nuestro país esto ya no debería sorprendernos, pero sí nos debe seguir indignando. En la zona del Callao en la cuadra 2 de la calle Constitución  se encuentra la Prefectura del Callao. En su esquina con la calle  deambulan unas cuantas mujeres dedicadas a la prostitución a vista y permiso – o mejor dicho, tributo – de nuestros oficiales, defensores de nuestra seguridad ciudadana. También se les puede ubicar en un pasaje, a media cuadra de la iglesia Matriz. Es extraño porque se entremezcla lujuria, puritanismo y represión.

El tiempo pasa y es difícil volver el tiempo atrás. Estas mujeres atiborradas de problemas se han dedicado a este oficio hace un manojo de años. Un calendario viejo y deshojado trae, sin permiso, el recuerdo de la horrible época en que ellas ingresaron a ese lúgubre sub mundo. No sabían que toda la alegría iba a marchitarse en esos años de horror. Años que han quedado amontonados en el desván de los peores recuerdos. La tristeza, afortunadamente, casi nunca es eterna. Cuando se dilapida la felicidad envuelta de hollín se busca entre las cenizas un candil con el cual iluminar sus moradas. Así es la vida, la sociedad está hecha para los más capacitados, y también porqué no para los menos discapacitados

Los recuerdos se fijan en la memoria como tatuajes imborrables. Ella, “Mocha”, recuerda como si fuera ayer el corazón de la prostitución callejera, Cailloma cuadra 3, en donde se inició y en donde nació como mujer y como puta. Y “Mocha”, me confiesa que sus penas fueron reparadas por los pequeños logros que consiguió en este transitar callejero: “Pepito”, su hijo menor, culminó el colegio; se compró un televisor nuevo; se fue de vacaciones a Huacho para ver a su mamá.  Pero llegó un jueves cualquiera y volvió a las calles, a seguir patinando por las grises veredas del desencanto.

ALVARO GARCIA CORDOVA

lunes, 31 de octubre de 2011

LA CALLE (NO) ES SU LUGAR…:

En la particular escala de jerarquía de las distintas modalidades de prostitución, la calle ocupa el último lugar.

Las prostitutas de calle de los niveles medio-bajo y bajo, en su mayoría, se identifican con su actividad y manifiestan que lo hacen por necesidad ya que tienen que mantener a sus hijos y/o demás familiares. Tienen un horario establecido de trabajo que lo cumplen como en cualquier otra opción laboral. Es el caso de las prostitutas de la calle Cochrane que trabajan de lunes a sábado de 7 ú 8 de la noche hasta las 12 ó 1 de la madrugada.  El descanso dominical es sagrado y necesario para reponer las energías y evitar el hastío natural del trabajo.  En estos dos grupos hay una mayor cohesión de grupo y se establecen vínculos amicales algo más sostenibles que en otros niveles.

Las prostitución del nivel medio-medio hay cierto grado de identificación con la actividad que realizan aunque también se presentan otras motivaciones y otras características. Algunas refieren que lo hacen por distracción, por "vacilón", para mantener posiciones socioeconómicas altas o estilos de vida solventes. En este nivel se realiza la actividad con mucha menor rigidez horaria y de manera más eventual.  Aquí podemos ubicar a las prostitutas de las avenidas Universitaria, Larco y Chinchón. Las cuales pueden trabajar determinados días y horas ya que el termómetro que indica cuánto trabajar es su cuota de clientes y la durabilidad del dinero. Cuando el dinero se escabulle de sus manos vuelven a las andanzas.

La cohesión de grupo es casi inexistente, hay una visión más individualista de su trabajo con objetivos más personalistas e inmediatos. Es común que estas mujeres trabajen, también, en otras modalidades como por teléfono o por aviso en los periódicos.

En la avenida Universitaria, cuadra 20, se teje un estilo típico de prostitución de nivel medio. Aquí podemos encontrar una cantidad reducida de mujeres, entre 6 y 8 solamente.  Su apariencia física es mucha más atractiva que en otros niveles; su atuendo proviene de algún centro comercial de moda y no de la tugurizada Gamarra; su actitud es más desenvuelta; se encuentran camufladas alrededor de un kiosco de periódicos y de una carretilla de una emolientera. El lugar es estratégico ya que en la esquina se encuentra ubicado el Hotel “Paraíso”, y aunque el personal de dicho hotel niegue que ellas ingresen a su hotel, su acceso al mismo es inminente. Sus clientes son una especie de románticos piratas intentando navegar en un mar de asfalto gris por un bocado de placer en una cama tibio de un hotel discreto.

Cuando clasificamos la prostitución callejera en niveles socioeconómicos casi nunca nos referimos a otro tipo de prostitución que se nutre de la miseria, que convive con lo lumpen y que constituyen verdaderas cloacas.  En la Plaza Unión, en Lima, existe un grupo de mujeres por encima de los 55 años que ejercen la prostitución callejera en horas de la noche. Ese lugar es conocido como el “Anticuario”. Lo componen alrededor de 15 a 20 prostitutas desahuciadas por la misma prostitución. Sus grises y anodinos clientes lo componen: borrachos, vagabundos, consumidores de drogas, delincuentes, que por unos cuantos soles pueden, de manera animalesca, intentar satisfacer sus instintos. Y es que la prostitución tiene un lugar y un momento en la vida; cuando se cruza el límite, a veces, no queda lugar para un mero intento de cambio; la prostitución coge, absorbe, consume y bota, al final, lo que ya no le sirve. 

Es difícil y penoso indagar qué es todavía lo que las lleva a la Plaza todos los días. Lo único que puedo recordar cuando estuve cerca de alguna de ellas fue sentir el débil latir de su corazón como el de un ave mansa acribillada por las escopetazos. Me pareció que eran mujeres que se habían hundido en un profundo abismo sin que fuera posible hacer nada para rescatarlas. El atardecer transcurre muy de prisa y la noche aparece de pronto. Hay ocasiones en que la vida por compasión se debe detener para que ese gran teatro de la miseria se repita lo menos posible.

Estas mujeres trabajan hasta las primeras horas de la madrugada, y siempre solas: solas consigo mismo, solas por los clientes. En fin, se puede estar sola en la calle y también se puede estar sola entre tantos hombres.

El azar – la buena y mala suerte – no existe; la casualidad es solo un seudónimo que Dios no ha querido firmar con su nombre. Muchas de estas mujeres pueden maldecir su mala suerte, y si bien esto les permite atenuar su débil estado emocional, no tienen la capacidad de reconocer que ellas también son responsables de su destino.

Algunos autores señalan que la prostitución callejera puede ser parte de un proceso de transición hacia un nivel más formal como puede ser el prostíbulo, un bar o un salón de masajes. Nuestra experiencia nos hace dudar de este planteamiento porque hemos podido apreciar a prostitutas de calle con muchos años en esta modalidad.  Creemos, por lo tanto, que no constituye, necesariamente, un proceso de transición, sino una forma de trabajo más independiente, más informal.

ALVARO GARCIA CORDOVA

domingo, 23 de octubre de 2011

EL HOTEL COCHRANE:

El Hotel “Cochrane” se encuentra ubicado en la cuadra tres de la legendaria calle que le entrega su nombre, a dos cuadras de donde nació Ima Sumac y a tres de la salpimentada zona de los barracones. El “Cochrane” es una casa antigua de dos pisos y que aún conserva sus cuatro balcones coloniales muy deteriorados por el transcurrir de los años, pero que le dan a la calle un aire cargado de tradición e historia, y se ensombrece en medio del barullo provocado por el abundante comercio ambulatorio que decora su ingreso.

Esta zona del Callao tiene sus propias particularidades. Durante el día funciona el comercio ambulatorio que rodea el mercado central y las calles Colón, Cochrane y Buenos Aires, donde las personas se entremezclan en la búsqueda de mejores precios para sus artículos de consumo. Vendedores de verduras establecen alianzas con los fruteros y estos con los vendedores de ropa; los carniceros, con su carne mal oliente, y los buhoneros no se quedan atrás. Limosneros, mendigos, lustrabotas, organilleros, carretilleros, un sereno oculto por ahí, un vendedor de cosas raras para los males estomacales y una tamalera mulata completan el reparto.  En la tarde, el ocaso del sol se lleva a la gente y las estrellas empiezan a llamar a los moradores de la oscuridad. Las carretillas se alejan, las luces se apagan y la noche se torna sombría. De pronto, las figuras fantasmales hacen su ingreso al escenario del desconsuelo; cada quien conserva secretamente sus propios motivos y necesidades. En la noche funciona otro tipo de comercio que tiene como finalidad la oferta del propio cuerpo: la prostitución.

A las ocho de la noche - minutos más, minutos menos – se corre el telón y la función comienza. Entre 8 y 12 prostitutas ingresan al escenario – no hay ticketeros ni butacas – y empiezan a ubicarse en sus mejores esquinas. Conversan entre ellas sobre sus desgracias, la dureza de la vida, desamores, recetas de cocina, quejas sobre sus hijos, problemas menopáusicos. Una se anima y para matizar la noche habla de sexo, del triste espectáculo de su marido en la cama o de algún cliente al que no se le “paró” el miembro. Cada una de ellas desempeña su papel como mejor puede o como mejor sabe.

Lo que hace penoso la situación de las prostitutas de “Cochrane” - y también de otros lugares - es que perdieron sus mejores abriles a merced de los impertinentes mandatos ineludibles del pasado: “No te debes separar de tu esposo”, “Obedece siempre a tu papá”, “Tus hijos son primeros”. Pero resulta muchas veces que las parejas de estas mujeres son expertos masacradores cada vez que se emborrachan, el papá es un acosador imperturbable y profesional del incesto y los hijos se convierten en las grandes culpas de ellas.  ¿Qué pasó con ellas?, ¿Quién se preocupó por estas mujeres que también son personas (por si alguien lo olvidó) y no máquinas para satisfacer?  Respuesta incierta. Hoy, con más años encima y menos esperanzas, estas mujeres continúan realizando el mismo ritual de hace veinte años, la misma transformación de todos los días, el mismo cansancio, la misma tristeza.  

Sus biografías personales se marchitaron. La vida se desluce cuando los recuerdos bonitos, por más esfuerzo que se haga para evocarlos, no aparecen; cuando pronunciar el nombre de alguien a quien se ama resulta imposible; o cuando el futuro por un telón de brea se encuentra cubierto. La vida de estas mujeres es inefable. Y aunque pueda parecer inverosímil, las muestras de afecto (me refiero al más elemental y primario) que ellas reciben provienen de sus clientes.  Y es que el cliente es una mezcla de padre, esposo e hijo: cariñoso y perverso, indefenso y ofensivo, poeta y soez, protector y destructor.

Nuestro trabajo consistía en informar a las prostitutas de esa zona y sensibilizar al administrador y personal de los hoteles cercanos para que nos permitiesen colocar afiches alusivos al uso del condón en cada cuarto, así como para que distribuyeran condones y folletos a los clientes y prostitutas concurrentes al hotel. Hasta ese entonces el hotel “Cochrane” sólo lo conocíamos de nombre. Todavía nos faltaba conocer el lado oscuro y miserabilístico de la prostitución que se realizaba en su interior.  

Llegamos por primera vez al “Cochrane” a las 11 de la noche, un día viernes de un frío mes de Junio de 1995. Nunca habíamos estado tan cerca de una reliquia porteña hoy convertida en un centro de encuentros sexuales.  Subía y bajaba, y volvía a subir lentamente escalón por escalón una pestilente escalera con un denso olor a madera fermentada y mohosa. Conversamos con el personal del hotel y tuvimos una respuesta positiva de parte de ellos, así que nos dispusimos a inspeccionar el hotel y colocar los afiches respectivos.


Lo que encontramos en los cuartos fueron manchas de amor barato en el colchón, mantas mugrientas percudidas por el tiempo, vetustas camas que hasta un débil soplido las hacían rechinar, cuartos con techos muy altos y fríos, paredes descascaradas por el paso de los años, telarañas en las esquinas de los techos, maderas de triplay con agujeros indiscretos para el uso ansioso de un voyeur impertinente separaban una habitación de la otra, una jarra y un lavatorio de plástico desteñidos y mugres, residuos de un lavado de genitales con jabón que dejaba una gran mancha blanca en el piso de vieja madera, ventanas a la calle sin cristales que contuvieran el ruido callejero y el olor de la miseria que se podía percibir desde la entrada al hotel hasta la intimidad de las habitaciones, eran algunas de las características de ese añoso hotel. Me preguntaba ¿cómo alguien podría excitarse en un sitio como ese?

El Hotel “Cochrane” realmente es una casa del espanto. Una especie de imán invisible que atrae a la prostituta y su cliente a olvidar por pocos minutos y pocos soles la dureza de la vida y los insoportables sentimientos de soledad embargan a ambos. Para el Instituto Nacional de Cultura del Callao el hotel sigue siendo un patrimonio cultural y por ello el local no puede ser demolido para dar paso a la modernidad. 

ALVARO GARCIA CORDOVA


lunes, 17 de octubre de 2011

CALLES OSCURAS

CAPÍTULO 2:

Las prostitutas de calle pueden ser reconocidas por los clientes por su lenguaje corporal, su posición en la calle o la dirección visual de su mirada. Se les puede ubicar en parejas o en pequeños grupos de tres o cuatro. Se les puede atisbar paradas en alguna esquina, al borde de la vereda, cerca a un hostal u hotel de media muerte, en lugares de difícil o bajo tráfico vehicular como la calle Cochrane en el Callao o en lugares de fluido tráfico vehicular y zonas comerciales  como en la avenida La Marina o Plaza Manco Cápac, pero confundidas siempre entre el tumulto de personas. Puede que en alguna determinada calle hayan más de 10 mujeres trabajando, pero tienden a formar sub grupos ubicándose en esquinas opuestas, frente a frente o a la vuelta de la calle. En el caso de la población femenina no encontramos juntas a más de 10 trabajadoras en una misma calle, los conflictos, la territorialidad y la competencia son algunas de las razones que lo explican. En cambio, en la población homosexual podemos encontrar grupos de hasta 30 trabajadores en una sola calle, la necesidad de protección así  lo determina.

Las trabajadoras sexuales no constituyen un grupo homogéneo, sino que según sean sus condiciones de trabajo, de vida (social y económica) y su historia familiar y personal, así son distintas sus actitudes y respuestas hacia lo relacionado con su salud y con la percepción de su entorno social.

Estas mujeres tienen algunas características muy peculiares con relación a su postura corporal frente a la calle. Una de ellas consiste en cruzarse de brazos y encogerse hacia delante, esto se debe a que épocas de frío resulta una forma eficaz de abrigarse y darse calor. Otra particularidad es la de caminar de un lado a otro o estar de pie o mover una pierna constantemente. El rostro también está sujeto a transformaciones. Expresa tensión cuando  la noche se hace larga y los clientes no aparecen, expresa miedo cuando las sirenas del serenazgo se aproximan, expresa tristeza cuando ha sucedido algún hecho lamentable: un intento de agresión física, burla o agresión social.

Hay prostitutas que en el fondo son tan débiles e inocentes que se tranquilizan como pueden. Un cigarro inconfundible se vuelve en el compañero de sus largas jornadas.  En nuestras visitas nocturnas percibíamos que algunas parecían hundirse en un abismo sin que nos fuera posible hacer nada para impedirlo.  En fin, se está sola en la calle y también se está sola entre la multitud. Cuando los ojos son ciegos, hay que buscar en el corazón, y si el corazón está cansado solo se anda sin rumbo.

Estos pequeños grupos establecen la delimitación de su territorio por el tiempo de posesión de ella, es decir, por los años de trabajo. Se aúna a dicha experiencia el peculiar comportamiento agresivo de algunas de ellas para defender su ubicación, pudiendo ser expulsada cualquier colega que ingrese a una calle que no sea la suya y que además no tenga por lo menos una compañera de trabajo que la respalde o la proteja ante el resto del grupo. Esta modalidad es ejercida básicamente en horas de la noche hasta la madrugada, aunque se dan casos como el del jirón Cailloma donde esta modalidad empieza a realizarse con la luz del alba.

El cobro o la tarifa por los servicios sexuales van desde los 10 y 15 nuevos soles en los niveles bajos como en la calle Cochrane y jirón Dávalos Lisson hasta los 50 y 80 nuevos soles en el nivel medio como en las avenidas La Marina, Universitaria o Arequipa. El cobro generalmente es de forma total para la prostituta, salvo aquellas que tengan "caficho" o proxeneta a los cuales entregan un porcentaje o la totalidad del dinero cobrado. Esto mayormente se da en niveles socioeconómicos muy bajos. El costo del hotel corre por cuenta del cliente. 

La tarifa puede variar si es que el intercambio sexual se produce en el vehículo del cliente, estacionado en una calle cercana o en algún descampado como el circuito de playas de la Costa Verde, si es en un simple hostal u hotel con garajes privados o moteles como eran el "Flecha Verde" y el “Cinco y medio” donde hay entrada directa al cuarto. También varía por el tiempo del servicio, si es quince minutos como sucede en la calle Cochrane, una o dos horas como sucede en la avenida La Marina o toda la noche.

Podemos señalar que a menor costo del servicio sexual mayor es el número de clientes. A esto hay que añadir que el tiempo es reducido, oscila entre los 7 y 12 minutos; este servicio tiene la característica de ser más instintivo y más primario, netamente genital, sin preámbulos ni juegos sexuales. Los clientes de ellas conforman una especie de antropófagos modernos: devoradores de mujeres, sin rituales ni nada. El costo también varía según las excentricidades sexuales que el cliente demanda y por su mayor duración, bastándole a la prostituta 2 ó 3 clientes para obtener una ganancia considerable.

¿Y qué es de los clientes de estas mujeres? Para los clientes muchas veces las prostitutas constituyen bálsamos aliviadores, el estimulante perfecto que les permite convertir un burdel en un palacio, la soledad en compañía del reloj.  Son una especie de amautas de la mentira que conquistan bailarinas del asfalto con su verbo o con su dinero… con su poder macho. Muchos son hombres que nunca han olido una flor, ni han mirado aunque sea de reojo alguna estrella brillante y que jamás han amado a alguien. Para los clientes vanidosos todas las prostitutas son sus admiradoras y solo entienden las alabanzas que les regalan a cambio de su dinero.

El mundo de la prostitución callejera nos dibuja la vida de una manera bastante cruda. Y descubrimos que en ciertas partes de nuestra ciudad, la vida termina convirtiéndose en campos espectaculares poblados de gente no tan espectacular: mujeres olvidadas y ateridas y clientes amalayados en medio de un paisaje azaroso y desolador. He avanzado por algunos rincones de nuestra ciudad y parece que hubiese retrocedido en el tiempo y, es más, diera la impresión de que el tiempo se hubiera detenido allí. Me pregunto dónde están las imágenes de los cuentos infantiles. ¿Dónde estás “Principito”?, ¿Y tu Mafalda dónde te escondiste?  Todo resulta avieso, mezquino, ruin.

La vida de una prostituta representa muchas veces los sueños rotos de una cenicienta; su vida puede ser un mar tenebroso y manso a la vez, mezcla de oscuridad y esplendor, de dolores y alegrías.  Hay gente que prefiere la muerte por las mordidas de los tiburones que la culminación de la muerte por obra de los gusanos – animales de “majestuosa” voracidad – aliados de la descomposición. En muchas prostitutas la alegría por la vida se diluye lentamente y las mordidas diarias se convierten en cómplices del dolor.

ALVARO GARCIA CORDOVA

viernes, 14 de octubre de 2011

PATINANDO POR LAS GRISES VEREDAS DEL DESENCANTO

CAPÍTULO 1:

Usaré el término prostituta sólo con fines narrativos. Desde hace muchos años se ha dejado de emplear por su connotación peyorativa, actualmente se emplea el término trabajadora sexual.

Hace muchos años que mi historia laboral por estas calles y el mundo de la prostitución se fue, desapareció.  Y si trato aquí de describirlo todo es con el fin de no olvidarlo. Es muy triste olvidar lo que a uno le fue tan significativo, lo que lo hizo madurar y apreciar otros matices de personas, lugares y situaciones. Tener una experiencia como esta es algo que cualquier mortal podría ufanarse y tener el privilegio de decir que la vivió de manera directa.

PROSTITUTAS DE CALLE: PATINANDO POR LAS GRISES VEREDAS DEL DESENCANTO

Las prostitutas de calle son llamadas por ellas mismas, y en sus propios códigos, como "patinadoras", porque transitan de ida y vuelta las casi siempre oscuras y desoladas calles o avenidas en las que han establecido sus variados campos laborales. Son mujeres que pertenecen al viento y son llevadas de un lado a otro por las frías noches y agrestes hoteles. Algunas desorientadas y sin rumbo; otras, emancipadas a la suerte varía; y otras, oponiendo una lucha tenue al destino.  Pocas, sin embargo, poseen una brújula eficiente que las dirigen a lúcidos puertos en busca de ventura, son mujeres de mejor aptitud, militantes del viejo consejo de que los caminos se hacen al andar.

La gente común las vocifera “callejeras”. Y a diferencia de la idea estereotipada que se tiene de ellas como mujeres seductoras por su vestimenta y actitud, no lucen maquilladas ni vestidas de manera llamativa. Mientras más se puedan confundir con las mujeres no prostitutas, mejores serán sus posibilidades de seguir trabajando sin inconvenientes: sin el desprecio social ni la persecución policial.

Las prostitutas de calle transitan por la vía del desencanto bordeando arbustos grisáceos, dejando atrás flacos postes de luces pálidas, miradas curiosas, eludiendo automóviles y apurando su sombrío caminar en medio de una noche envuelta en un marco de desesperanza y desconsuelo. Siguen el sendero gris que las lleva a no meditar porque es necesario desconectarse emocionalmente un momento de la realidad para que los recuerdos del pasado familiar no se infiltren en su actividad cotidiana.

Alguna vez una persona me preguntó ¿cómo se puede trabajar con mujeres así?  Puede sonar despectiva su pregunta, pero no es así.  Tampoco debemos ser susceptibles.  Es una interrogante válida y que cualquier persona la tiene en mente.  Los estereotipos y moldes son duros de romper. Persisten al tiempo. Le contesté que sólo podemos conocer algo bien cuando domesticamos nuestra curiosidad y formamos un vínculo fuerte en dirección a lo que necesariamente debíamos conocer, dejando al margen esa curiosidad morbosa que satisface exclusivamente nuestros impulsos. Si se le mira a una prostituta como mujer y no por la actividad que realiza las cosas resultan mucho más fáciles, más sencillas, menos sesgadas, más lúcidas, menos torcidas.

Intentar acercarnos a esta población en sus propios campos laborales constituía un serio desafío, ya que teníamos incertidumbre sobre cómo nos recibirían y cuál sería el grado de aceptación. A lo mejor sentirían que invadíamos su espacio y ello no estaba para ser tolerado. La confianza ganada por nosotros en nuestros refugios laborales (me refiero a los Centros Antivenéreos) podría ser un factor clave, pero también podría resultar incongruente con la posibilidad de verlas en su otra faceta: la de prostituta, la que no veíamos en el día a día del trabajo y la que quizás ellas tampoco querían mostrarnos.

Decidimos el acercamiento a esta población y la realizamos en primera instancia tratando de conocer por lo menos a una trabajadora de la zona o calle elegida para la intervención educativa. A esta trabajadora la denominábamos “contacto”. Dicho conocimiento se lograba en la etapa previa de recolección de la información cuando eran llevadas a los Centros de Salud en operativos policiales (me refiero a las famosas “batidas policiales”) que nos daban la oportunidad de conversar con ellas, ganarnos su confianza, ellas la nuestra, y poder hacer un litado de lugares de prostitución clandestina. Estas “batidas” se realizaban con distinta frecuencia, por las distintas delegaciones policiales de Lima y Callao y por las distintas motivaciones provenientes de los salvaguardas del orden.

Cuando se conocía el nombre de la "contacto" se le proponía la idea de acudir a sus lugares de trabajo en horas “punta”, es decir, en el momento donde estuviesen la mayoría de ellas en la zona para brindarles información preventiva sobre las ITS, repartirles folletos y condones, compartir un café y escuchar sus preocupaciones y dificultades. Esta propuesta siempre fue recibida con interés por ellas. En los casos en que llegábamos a una calle nueva y no conocíamos a nadie, nos presentábamos como personal de salud del Centro, y aunque algunas veces encontrábamos algunas tenues resistencias estas terminaban derrumbándose ante la necesidad de información, de escucha, confianza y atención.

ALVARO GARCIA CORDOVA

jueves, 13 de octubre de 2011

PUNTO DE PARTIDA

La historia comenzó en abril de 1994, en el bar “Cordano”, un antiguo y tradicional bar -restorán, ubicado en el jirón Ancash, al frente de la estación de Desamparados, en el centro histórico de Lima. Estaba reunido con un gran amigo tomando la cuarta taza de café para calmar las ansiedades que el trabajo nos producía.  Había que ventilar las ideas y las emociones de vez en cuando porque el sub mundo – y no lo digo peyorativamente - de la prostitución es desgastante.  Yo había trabajado desde el 91 al 93 en el mítico Centro de Salud Antivenéreo, de la cuadra 12 del jirón Puno en Barrios Altos, al cual había llegado para hacer mis prácticas pre profesionales de psicología y para realizar mi tesis de Licenciatura.  

En enero del 94 ya me encontraba en el Callao en el Centro de Salud Alberto Barton que cumple la misma función que su par de Barrios Altos: control médico de las trabajadoras sexuales. Conversábamos, para variar de trabajo, sobre cómo podríamos elaborar estrategias más eficientes y eficaces en asuntos de prevención del SIDA en esta población; cómo introducir mensajes más adecuados e idóneos de prevención que fueran asimilados por ellas. Teníamos ya un par de horas poniendo a prueba las neuronas y todavía nada. Salían cosas pero aún no eran suficientes. Terminamos el café y llegó el triste final de pagar las cuentas. Esa noche para variar pagué yo. Creo que era fin de mes y había algo de dinero aún en los bolsillos. El sueldo magro con que se le retribuye al personal de salud todavía no desaparecía y hasta la fecha las cosas siguen de la misma manera.

Salimos del café y cruzamos Palacio de Gobierno. Era una noche tibia e iluminada por una luna cuarto menguante preciosa. En esa época la hoy llamada Plaza Mayor no estaba tan bella como ahora. El caos aún era extremo y a veces no daba gusto ser un errante contemplador de nuestra romántica ciudad. Aunque el caos siempre me gustó y fue una especie de imán medio masoquista, ese día no estaba dispuesto a soportar tumultos.  Necesitaba pensar y pensar. Luego de media hora de una casi silenciosa caminata llegamos al jirón Huancavelica.  Vimos algunas prostitutas confundidas entre otras mujeres. Había que tener cierta agudeza para diferenciar quiénes eran y quiénes no. Recuerdo que había mujeres jóvenes y no tan jóvenes también; mujeres arregladas y mujeres desarrapadas.  Se notaba cierta tristeza en sus ojos.  ¿O acaso era la tristeza de mi ánimo que veía sus ojos tristes?. No lo sé. Las vi algo desesperanzadas quizás porque era una noche muy oscura y no había clientes.  El frío golpeaba sus espaldas, por eso las veía encorvadas, encogidas como para darse algo de calor.  Nos quedamos pensando. Nos quedamos en silencio unos minutos, nos miramos y lo único que dijimos fue: “sigamos caminando”.

Todo el resto del camino fue en silencio y solo contemplábamos las algo ansiosas calles limeñas, mirando todo, mirando a la gente transitar, mirando las luces y oyendo el bullicio de los autos y el murmullo de la gente. Terminamos en el jirón Quilca, en la cuadra convertida en bulevar y que desemboca en la Plaza San Martín. Dimos una mirada a los puestos de libros y casetes musicales.  Nos sentamos otro instante más en sus verdes bancas metálicas. De pronto, escuchamos gritos, insultos, mentadas de madre, llantos. Volteamos para ver de donde provenía ese bullicio y vimos pistolas y varas en mano y un quepi en el suelo algo pisoteado: era el hotel “Colón” que queda en esa cuadra. Eran cinco adolescentes jugando a ser adultas y media docena de policías jugando a que son la autoridad.  Estas adolescentes eran sacadas en vilo del hotel. Un par de hombres – supongo que clientes – también eran prácticamente arrojados a la calle para luego ser transportados, junto con su miedo, por el porta tropa.      

Esa fue la imagen que necesitábamos, la imagen que permitió variara la tónica del trabajo que se haría en el futuro con estas mujeres. Era casi medianoche y decidimos que en lugar de la brutal represión teníamos que ser nosotros – los ex Centros Antivenéreos y hoy centros de control de ITS del Ministerio de Salud – los que abordáramos a esta población.

Pensamos que una alternativa metodológica de trabajo era ir en la búsqueda de las trabajadoras sexuales en su propio campo laboral y conocer de cerca sus necesidades e inquietudes sobre aspectos relacionados a la salud y evaluar su desenvolvimiento como grupo social con normas, valores e ideología establecida y características culturales. Es importante señalar que las normas de grupo influyen en el proceso cognitivo para la toma de decisiones que resultan decisivas para la modificación de conductas orientadas a la prevención del VIH e infecciones de transmisión sexual (ITS).  Es en base a este paquete valorativo en el que se sustenta esta intervención.

Cuando la interacción entre pares y la ubicación de la importancia de la salud en la escala de valores y autoestima son lo mínimamente sostenibles, se pueden dar resultados alentadores de modificación de conductas que pueden ir desde un uso más continuo del condón hasta acudir a un establecimiento de salud periódicamente para el control de la salud.


No basta que las trabajadoras estén seguras, crean o sepan que el condón los puede proteger de las ITS y de la infección VIH, sino que además deben estar convencidas de su capacidad para negociarlo, proponerlo o exigirlo a sus clientes; integrarlo como parte del servicio que ofrece y concientizarse en que sanas tienen más posibilidades de cumplir sus objetivos trazados.

ALVARO GARCIA CORDOVA