lunes, 19 de diciembre de 2011

SALON DE MASAJES: "Entra y ve sin compromiso"

El sistema de funcionamiento de esta modalidad consiste en un grupo de entre 8 a 20 prostitutas que trabajan, mayoritariamente, en locales de tiendas comerciales, oficinas de edificios o casonas antiguas. Dichos salones de masajes son administrados por una persona que se encarga de cobrar a los clientes y entregar a cambio un ticket.  El ingreso no es gratuito, salvo en algunos locales. Se les puede reconocer fácilmente porque están protegidos por resistentes puertas metálicas y en la puerta un sujeto que se encarga de marquetear a las chicas que trabajan con originales frases: “chicas de estreno”, “entra y ve sin compromiso”, “jovencitas como se quiere”.

Otra característica de esta modalidad es la alternativa de utilizar a individuos para que vigilen el ingreso de las personas o alerten la llegada de la policía. A estos individuos se les llama "campanas".  Normalmente funcionan 12 horas al día, de 9 ó 10 de la mañana hasta las 9 ó 10 de la noche, de lunes a domingo. Es común apreciar a los “campanas” trabajar en un local por unos meses y al poco tiempo en otro de propiedad del mismo dueño.  Esto tiene como objetivo evitar que este individuo, especie de matón y boletero de cine, se involucre afectivamente con alguna de las trabajadoras del local.  Definitivamente, todo acto que pueda interferir con el fin lucrativo es desarticulado por el dueño.
    
La tarifa por los servicios sexuales en esta modalidad varía según la ubicación del local. En los salones de masajes más exclusivos y discretos puede costar entre 35 y 45 nuevos soles como es el caso de los salones ubicados en San Isidro. En la calle Martín Murúa de San Miguel el costo puede oscilar entre los 25 y 35 nuevos soles. El precio del servicio tiene relación con la juventud y apariencia física de la parte ofertante. 

Muchos individuos se aprecian de conocerlas por el sólo hecho de verlas en calles y parques. Quienes se acercan más a ellas tienen la posibilidad de verlas en un ambiente más íntimo en la búsqueda de la realización de una fantasía sexual o acaso una aventura de amor.  Es curioso pero muchos de los clientes imaginan con su mente y con su sexo a los salones de masajes como si fueran paraísos del erotismo. Esto constituye la única forma de soportar los tétricos salones para negarle a sus ojos una realidad dura y miserable como la que ofrece, por ejemplo, La Bella Durmiente, una especie de cloaca con olor a semen, ubicado en la concurrida avenida Bolívar, en el distrito de La Victoria, muy cerca de La Parada. La Bella Durmiente es una especie de casa “Matusita”, pero sin fantasmas imaginarios, es la antítesis del cautiverio sexual con sus veredas invadidas por ambulantes, cerros de basura a su alrededor, una fachada muy llamativa y sugerente de color fucsia que contrasta con el tono plomizo de su entorno, una puerta negra de metal como los sentires de los parroquianos: fríos y oscuros. 

Su pasadizo es oscuro por el azul marino de sus paredes. Hay un trajinar continuo de hombres cuyas edades no existen en sus rostros y sólo existe la necesidad dibujada o la satisfacción conseguida. Se escucha el famoso “al fondo a la derecha”, donde parroquianos apresurados caminan en busca de su presa.  A unos pocos pasos golpea a nuestros ojos el brillo del color rojo de las paredes que enmarcan a un grupo de mujeres insinuantes y provocadoras – algunas vulgares y descaradas, otras tímidas y temerosas -, pero todas compitiendo por la preferencia de su devoto cliente; todas de pie y dispersas en el cuadrado salón adornado burdamente por espejos, que al final no reflejan nada real.

“Dime qué quieres papito…yo te lo hago”, “ven conmigo, no te vas arrepentir”, se escucha como tonaditas melodiosas, mientras los hombres con indiscretas miradas las observan de cerca una y otra vez, esbozando una sonrisa perturbada. Cuando una le interesa la pregunta típica es “¿cuánto cobras?”, “¿cómo es?”, “¿qué haces?”. Una vez realizado el trato, ella por delante y él detrás, pagan el ticket respectivo al administrador para ingresar a uno de los cuartos o rincones – difícil dar un nombre a tan repugnante lugar – del local.  Si el cliente tiene suerte le tocará con puerta y si no, sólo una cortina de plástico estampada con flores o con colores chillones, que impidan la visibilidad, será su única barrera de intimidad.

El lugar está sazonado con olor a semen y perfume barato. Las paredes marcadas con nombres, fechas, corazones. Una cama dura, cubierta con plástico y algunas veces con sábanas que la mujer lleva y las tiende cada vez que atiende a su cliente de turno. La luz varía de acuerdo a la hora, puede ser la luz del día o la luz que proviene de los focos oscuros o recubiertos de papel celofán. Después llega el tiempo, el tiempo de la fantasía apurada, 9 minutos para poder vaciar sus sueños. Al minuto 10 el cliente ya fue, es despedido con un sonoro “chau papito, vuelve”. Con la satisfacción en la cara se aleja camino a la calle, muy despierto y tal vez pensando en su próxima fantasía. Estos clientes nos recuerdan la crisis social del país, son clientes de figura provinciana empobrecida, con ropas sudorosas, ambulantes, cargadores, carretilleros.         

ALVARO GARCIA CORDOVA